Por Gilbert Francisco Gómez Reina
El título que identifica el presente tema de comentario se refiere a una canción que todos los cristianos católicos cantamos en la santa misa, cuando entregamos a Jesús y para la Gloria de su Reino a un ser querido. Cada 2 de noviembre de todos los años, en los templos católicos de todo el mundo, se entona a fuerte voz este precioso canto que nos une para pedir por el eterno descanso de nuestro ser querido y darle gracias a Dios por ello.

La vida de los seres humanos está medida por el tiempo, en el curso del cual cambiamos. Nacemos, crecemos, a veces nos reproducimos, envejecemos y, como en todos los seres vivos de la tierra, morimos.
En el Salmo 102, leemos que la vida del hombre es como la hierba, brota como una flor silvestre: tan pronto la azota el viento, deja de existir y nadie vuelve a saber nada de ella.

Para la persona creyente en la resurrección de los muertos, la muerte no es un viaje en la nada, nunca es un fin; cesa el latido del corazón para dar paso a la vida eterna.
El Apóstol Pablo, preso en cárcel por Cristo Jesús, escribió varias cartas encontrándose en prisión; entre ellas, envía una carta a la comunidad Filipenses, en el capítulo 1, versículo 21, donde les dice: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia”.
El mensaje constante de las Sagradas Escrituras y, sobre todo, de Jesucristo, es que debemos estar preparados porque Él viene por nosotros en el momento en que menos lo esperamos (Evangelistas Mateo 24, 42-44; Marcos 13, 33-37; Lucas 21, 35-40; 1 Tesalonicenses 5, 12; 2 de Pedro 3, 10; Apocalipsis 3, 3).
Sabemos que el arrepentimiento de nuestros pecados es algo personal de cada uno. Todos deseamos gozar de la vida eterna. Pero si no estamos preparados, y la hermana muerte llega de sorpresa, ¿cómo podemos lograr la salvación de nuestras almas?
Dios, que es infinitamente misericordioso y generoso para perdonar siempre, desea que todos nos salvemos y gocemos de su presencia.
Para la Iglesia católica, se trata de una conmemoración, un recuerdo que la Iglesia hace en favor de todos los que han muerto en este mundo (fieles difuntos), pero aún no pueden gozar de la presencia de Dios, porque están purificando en el purgatorio los efectos que ocasionaron sus pecados.
Aunque la Iglesia siempre ha orado por los difuntos, fue a partir del 2 de noviembre del año 998 cuando se creó un día especial para ellos. Esto fue instituido por el monje benedictino San Odilón de Cluny. Su idea fue adoptada por Roma en el siglo XVI y de ahí se difundió al mundo entero, durante la vigencia del Papa León X.
El Día de los Difuntos o Día de los Fieles Difuntos, también conocido como la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, es un día festivo religioso católico que se celebra en memoria de los fallecidos y las almas que se encuentran en estado de purificación en el Purgatorio.
Se recuerda a los difuntos realizando misas en las iglesias para rezar por el alma de los difuntos, así como visitas a los sepulcros en los cementerios para rendirles homenaje.
Leyendo la Sagrada Palabra de Dios, encontramos muchos textos bíblicos que nos motivan a orar unos por otros (Santiago 5:16). Otro ejemplo lo vemos en la Primera Carta que el apóstol Pablo le envía a Timoteo, a quien considera hijo en la fe. En el capítulo 2, versículo 1, dice: “Exhorto, pues, ante todo que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres”. El evangelista Mateo (5:44) nos pide que oremos por los que nos persiguen.
Dios escogió y llamó desde el Antiguo Testamento a Judas Macabeo, un valiente y heroico soldado, defensor del pueblo de Dios. Con su espada, y siendo más fuerte que un león, defendió los campamentos de Israel. Ante la muerte de algunos soldados, Judas Macabeo hizo una colecta y recogió dos mil monedas de plata que envió a Jerusalén para que se hiciera un sacrificio y se rezara por los pecados de las personas que habían muerto en la batalla (Segundo libro de los Macabeos 12, 43-46).
De acuerdo con lo anterior, vemos que la Iglesia desde sus orígenes vive con la convicción de su comunión con los fallecidos y por ello mantiene con gran piedad la memoria de los fieles difuntos, intercediendo en oración para que la luz perpetua de Nuestro Señor Jesucristo brille para siempre sobre nuestros hermanos que ya fueron llamados al Reino de Dios.
San Juan Pablo Segundo nos enseña que debemos sentir el deber y la necesidad de ofrecerle a nuestros hermanos difuntos la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios sea definitivamente borrado. De esta forma, la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos es una oportunidad grande para renovar nuestra fe en la resurrección de los muertos y en la eternidad dichosa que nos espera en el Cielo.
El Papa Francisco, en un día como hoy —de lo cual hago mío su mensaje— dice: “La memoria de los difuntos, el cuidado de las tumbas y los votos son testimonios de confiada esperanza, enraizada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre el destino del ser humano, ya que el hombre está destinado a una vida sin límites, que tiene sus raíces y su realización en Dios”.
Jesús nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida”. También manifiesta: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26).
Es una idea piadosa y sana rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado (2 de Macabeos 12, 45).
La oración de intercesión es fuerte y poderosa, está permitida por Dios en su Palabra. Así lo vemos en el joven profeta Jeremías 29, 12, al transcribir el siguiente mensaje de Dios: “Cuando me invoquen y vengan a suplicarme, Yo los escucharé”. El apóstol Santiago 5, 16 dice: “Oren unos por otros”.
En el Día de los Fieles Difuntos, oremos por los que han muerto de manera imprevista a causa de accidentes, desastres naturales o violencia, para que el Señor acoja a todos en su infinita misericordia y conceda consuelo a sus familiares y amigos.
Con nuestro periódico HEREDIA HOY, oremos: Dios de misericordia y amor, ponemos en tus manos amorosas a nuestros hermanos y hermanas que has llamado de esta vida a tu presencia. Concédeles pasar con seguridad las puertas de la muerte y gozar de la luz y paz eterna. A nosotros, ayúdanos a comprender el misterio de la muerte, que a través de ella participamos de la promesa de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Que el alma de todos nuestros hermanos difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz. Amén. Que Dios les perdone. Amén. Brille para ellos la luz perpetua. Amén.



